Con este título prestado de Orlando Araujo, empleado por él para describir a la Caracas de los años sesenta; nos viene al dedo para acercarnos a la situación que vive un pueblo y una región , con hondas raíces en el devenir de la historia continental; desespero, muerte y desaliento es lo que se respira en la sultana del Morere; atrás quedó el bucolismo en que vivió la aldea, en una tradición inaugurada por Oviedo y Baños en su Historia de la Provincia de Venezuela y que permaneció inalterable hasta no hace mucho.
La violencia que se instaló en los estados centro-occidentales venezolanos, ha cambiado de cuajo la vida de millones de personas de esas provincias, quienes ven sustituidos sus antiguos valores antropológicos, por unos correspondientes a pueblos fronterizos, inmersos en torbellinos calcados de la globalidad. Lo que pasa en la costilla norte del Estado Lara, puede emparentarse fácilmente con las regiones limítrofes de México con Estados Unidos: Nuevo León y Chihuahua, donde operan los terribles carteles de la droga de Juárez y Querétaro. Siempre sin subestimar -la experiencia local- es posible que estemos transitando la vía del despeñadero, cuyo final es nuestra segura desaparición.
La cara siniestra del secuestro, el crimen y la extorsión, sustituyeron la cotidianidad de campanarios sueltos a rebato, bandadas de pájaros y juegos infantiles, en aquellas calles solas, llenas de sol y cargadas de polvo; por la metralla, el carro sin placas y el genízaro anónimo con pasamontaña.
Por qué seleccionar a este pueblo colonial sumido en un letargo del siglo XVII, para torturar, desaparecer y matar a una porción humana, que se ha caracterizado como de las mejores del continente: próceres, ministros del culto, tribunos políticos, y sobre todo la harina de la tierra: músicos, poetas, escritores: soñadores todos de una sociedad más equilibrada. En algún momento de nuestra inocencia insomne, algún mefistofélico operador nos cambió el rumbo, estos sujetos son los que identificamos como informantes y proveedores de techo y refugio para los nuevos verdugos.
Desde la época del temido “Indio” Reyes Vargas, inmortalizado por el novelista Juan Páez Ávila, en su memorable libro “Los coroneles de Carohana”, nunca se había vivido en ascuas; crispación que se nota en la malicia mostrada por sus pobladores, desconfianza generalizada que ahora se acrecienta con la toma militarizada de nuestra querida aldea. Estado de sitio que es un paliativo que asusta por momentos, para después sentir nuevamente las garras y los dientes de los moros otomanos, resumidos como un muestrario de las sociedades cerradas de la antigüedad; un destino trágico acompaña a sus miembros: hermanos, cuñados, primos; no hay discriminación para engullirlos, se llega al paroxismo al intentar asesinar al poeta Leonardo Pereira Meléndez, escritor celebrado de esta Alejandría de los trópicos.
La suerte de muchos coterráneos, lo cual sería largo enumerar, que viven y vivieron el calvario de verse reducidos a una cloaca, a un agujero o a unos parajes lejanos rodeados de animales furiosos; pero me detendré en Mario Oropeza, no por sus riqueza material, si no por los servicios que legó a la sociedad, en especial sus aportes al mejoramiento de nuestros rebaños de ganado vacuno: paz a sus restos.
El que una urbe recoleta y tranquila, que vivía de su sueño colonial de pandereta, crinolina, haya transitado el camino del infierno, conformado por diablos armados y sanguinarios a la hora de actuar; constituye una amenaza latente sobre nuestros pueblos; la grandeza consiste en pensar que de esta encrucijada podemos salir; gracias a la voluntad de pueblos y representantes destacados, que saben que las hordas venidas del norte se han sucedido intermitentemente a lo largo de la historia y son derrotables.
Marzo de 2010